Un día para olvidar.
Apagamos el despertador sin que haya sonado. Toda la noche no hemos hecho más que dar vueltas en la cama y ahora, con una profunda sensación de cansancio, nos arrastramos lentamente hacia el baño. El espejo nos devuelve una imagen desoladora en la que nos cuesta reconocer nuestro propio rostro. Con las manos apoyadas en la cintura, inclinamos la espalda hacia atrás y lo notamos. Había empezado meses antes como una ligera molestia; ahora es ya un dolor que cada día se hace más intenso. Y lo peor de todo: hoy espera un largo y duro día de trabajo.
Al inevitable compañero graciosillo le falta tiempo para comentar nuestro mal aspecto y no duda en relacionarlo, en voz bien alta para que lo pueda oír el jefe, con "esa mala vida que llevamos". ¡Lo que faltaba!
A media jornada los párpados pesan, la espalda se sigue quejando y el trabajo se ha amontonado peligrosamente. A la salida, la tarea pospuesta para el día siguiente parece inabarcable. El día ha sido una m...
Ya en casa y con la caja del ibuprofeno todavía en la mano, llegamos al dormitorio donde nos asalta una terrible duda: ¿será el colchón?
Caemos en la cuenta de que lleva aquí desde que nos cambiamos de casa. Hará unos...¡diecisiete años! Apresuradamente apartamos las sábanas y ante nosotros aparece nuestro viejo e inseparable amigo en toda su decrepitud. El color que antaño fuera de un blanco inmaculado es ahora un pálido ocre más intenso en el centro, donde se dibuja -como en la escena de un crimen- nuestro propio perfil perfectamente definido. La marca inconfundible de nuestras posaderas aparece en el fondo de una profunda depresión en la que no habíamos reparado, pero sobre la que nuestra espalda lleva tiempo advirtiéndonos.
Reconfortados por tan reveladora epifanía, no tardamos en tomar una decisión inaplazable y trascendente: ¡cambiaremos el colchón!
Al inevitable compañero graciosillo le falta tiempo para comentar nuestro mal aspecto y no duda en relacionarlo, en voz bien alta para que lo pueda oír el jefe, con "esa mala vida que llevamos". ¡Lo que faltaba!
A media jornada los párpados pesan, la espalda se sigue quejando y el trabajo se ha amontonado peligrosamente. A la salida, la tarea pospuesta para el día siguiente parece inabarcable. El día ha sido una m...
Ya en casa y con la caja del ibuprofeno todavía en la mano, llegamos al dormitorio donde nos asalta una terrible duda: ¿será el colchón?
Caemos en la cuenta de que lleva aquí desde que nos cambiamos de casa. Hará unos...¡diecisiete años! Apresuradamente apartamos las sábanas y ante nosotros aparece nuestro viejo e inseparable amigo en toda su decrepitud. El color que antaño fuera de un blanco inmaculado es ahora un pálido ocre más intenso en el centro, donde se dibuja -como en la escena de un crimen- nuestro propio perfil perfectamente definido. La marca inconfundible de nuestras posaderas aparece en el fondo de una profunda depresión en la que no habíamos reparado, pero sobre la que nuestra espalda lleva tiempo advirtiéndonos.
Reconfortados por tan reveladora epifanía, no tardamos en tomar una decisión inaplazable y trascendente: ¡cambiaremos el colchón!
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